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05 octubre 2014

MOMENTOS MÁGICOS

El pasado sábado a eso de las nueve de la noche competí en Granada, pero en realidad no lo hice. Es fácil de entender, pero también difícil, como bien saben testigos presenciales -Paco, Paquillo, Meli, María...- y como también saben testigos no presenciales -Luís Alberto-. 
El caso es que, como si hubiera sido teletransportado (tendré que dejar de ver películas de ciencia-ficción), me ubiqué corriendo en calles señeras de Granada para hacer un total de 5600 metros en un tiempo de 23 minutos y 47 segundos, a una media de 4'15'' el mil, datos que no me parecieron nada mal y que están mucho en consonancia con los mejores tiempos, a pesar de que este año -aunque se está remontando- no es ni de lejos mi mejor año deportivo.
Pero lo importante fue que ese yo teletransportado (¿o imaginado?) lo pasó muy bien gracias a varios factores: la ciudad nocturna, el buen tiempo, el deporte favorito..., pero sobre todo el disfrute de la buena compañía. Todo a pedir de boca. Una noche de esas extraordinarias, de las que entran pocas en un kilo, como se podría decir en lenguaje más coloquial y castizo. 
La noche antes, a una hora aproximada y a pocos kilómetros de allí, mis piernas reales se encontraban corriendo bajo el manto oscuro de la Vega granadina con frontal en la frente y eso también resultó mágico. Está claro que esto de correr por la noche se está convirtiendo en algo adictivo. Seguramente porque te reconcilia con el ser más ancestral que está agazapado en lo más hondo de todos nosotros; ese que, en algún momento, salió por primera vez de una caverna y se topó con el azulado reflejo de la luna en un río poco profundo y eso provocó su primera emoción inolvidable. 
Son momentos mágicos, decía. Esos momentos que otros aspectos menos interesantes de la vida nos impiden ver. Esos momentos que alguna gente jamás lleva a vivir; es más, que jamás llegan a imaginar que puedan existir. 
Momentos sencillos y que están ahí a nuestro alcance, pero que una venda oscura y sólida nos impide ver. Una venda que está fabricada por los más perniciosos enemigos que nos roban el tiempo, el alma, el espíritu y la felicidad y que nos hacen pensar que están ahí para adornarnos la vida, pero lo único que hacen es arrebatárnosla. Esos enemigos adquieren muchas formas y por eso es tan difícil de advertirlos. En ocasiones se visten de cosas materiales, ya sean grandes coches lujosos, grandes objetos carísimos, que en realidad sólo sirven para hacernos más desventurados y apartarnos de lo que realmente importa, y en otras ocasiones no son más que supuestos entretenimientos que salen de la caja tonta o de compañías nocivas que con el propósito -dicen- de entretenernos lo único que hacen es alienarnos y apartarnos de lo más vital e importante. 
Por eso, esos mágicos y sencillos momentos adquieren tanta importancia. 

01 octubre 2014

TÉCNICAS PARA ALEJAR LA RUTINA Y OTRAS COSAS DEL CORRER

   El último entrenamiento del mes de septiembre ha servido para volver a coger el frontal, además de para hacer diez kilómetros y medio excelentes. En pocas ocasiones había encontrado tan plácida la Vega: el sol poniéndose, nada de calor, nada de frío, nada de aire, casi nadie de gente, ni de vehículos. Mirabas para atrás y veías el largo camino solitario y ya casi oscuro, levemente regado aún de la lluvia caída los días anteriores. E intentabas imaginarte a ti mismo corriendo (a esa retroalimentación llegamos a veces los corredores), incluso a vista de pájaro y las plácidas sensaciones eran más especiales.
   Devorando kilómetros con facilidad. Adentrándome en caminos estrechos que provocaban que la visión cambiara. Si el camino viraba al norte, el sur lo veías frente a ti; pero si el camino viraba al este, perdías de vista el sur de manera momentánea. Ha sido gozoso. Y nuevo. 
 
Cruce Carretera de Tiena-Olivares. Al fondo, el histórico Cerro de
Los Infantes. Comienzo de ruta de entreno del sábado (Foto de J.A. Flores)  
 Últimamente utilizo con frecuencia una técnica, que no es nueva. Resulta que a estas alturas casi conozco todos los tramos de un área concreta, pero si esos tramos los altero, los uno de forma distinta, el resultado es un recorrido nuevo. En ocasiones, incluso, dejo el coche en un lugar determinado de la ruta y la recorro a la inversa o recorro un trozo y lo uno con otro. Por ejemplo, el pasado sábado corrí por una ruta que en un momento volvía a pasar de nuevo por el sitio donde estaba aparcado el coche. Y esos cambios que parecen insignificantes, en realidad no lo son. Te alejan de la rutina, que es la esencia de la persistencia, esa que acaba por devorarlo todo. Cuando sueles correr solo, has de utilizar estas técnicas, ya que la mente necesita cambios y novedades. 
Por tanto, hay que vencer a la rutina tanto en la vida diaria y en las relaciones personales, como en asuntos tan aparentemente alejados de éstas como es correr. Esos pequeños cambios nos van a posibilitar seguir corriendo durante mucho tiempo, porque nada hay más tedioso que repetir siempre la misma ruta -o, no sé, cepillarse con el mismo cepillo los dientes-, a pesar de que nos ofrezca ciertas ventajas en cuanto al conocimiento milimétrico del terreno.   

CON EL FRONTAL EN LA MOCHILA

Decía que hoy he vuelto al frontal. El sol se pone cada vez antes y es fácil que nos coja el manto de la noche en mitad de una ruta si corres por la tarde. Por eso, desde que compré este aparato para el Trail de 'La Huella del Búho', siempre va en la mochila, junto a las gafas, los apósitos de ampollas, el protector solar, la crema calentadora...Ya forma parte de esa pequeña colección, porque nunca sabes cuando vas a tener que utilizarlo, principalmente, ya digo, en estos meses que se avecinan en los que la noche ya gana al día. 
   Para llevarlo encima, y no estorbe para correr, he encontrado una solución perfecta:  lo coloco en la frente y, simplemente, le doy la vuelta. Es decir, el foco va en la nuca y la cinta me sirve como elemento válido para que absorba el sudor de la frente y no llegue hasta los ojos. Actúa como cinta de tenista. De manera que cuando lo necesito conectar, basta con darle la vuelta. Otra opción es llevarlo en el cuello, como si fuera un collar. No es molesto porque apenas pesa unos cientos de gramos.
   Y eso es lo que he tenido que hacer hoy: darle la vuelta en los últimos dos kilómetros, básicamente, para no entrar en los charcos del camino, que aún estaban repletos de agua por la lluvia de los últimos días. De esa manera, el frontal ya es un amigo más, como el GPS, las gafas, la ropa técnica, las zapas...   

25 septiembre 2014

CORRER EN LAS CUATRO ESTACIONES

No sé si a vosotros-as, lectores corredores os ocurre, pero a mí me cuesta arrancar a correr cuando cambia la estación del año. En verano llevo mal el principio del calor; en otoño, percibo la melancolía del final del verano y me cuesta adaptarme a la menor luz y a las tardes más oscuras y solitarias; en invierno, el frío me abofetea la cara sin piedad y me cuesta verme en los caminos gélidos; y en primavera, aunque me cuesta menos correr, las alergias por mínimas que sean y la excesiva luz que penetra de golpe en las pupilas me impiden desacostumbrarme al invierno como debiera.
Sin embargo diré que me gusta correr en todas las estaciones, porque al final me encandila cada paisaje estacional, cada secuencia que voy percibiendo mientras corro. 
Porque en verano, cuando ya voy tomando contacto, me gusta el calor, sumergirme por esos caminos polvorientos de olivos o de vega; o sumergirme en una recta carretera y ver a lo lejos las manchas de agua que el fuerte calor provoca en nuestra falsa visión óptica. 
Porque en otoño, que quizá sea mi mes predilecto para correr, me gusta pisar las hojas caídas y escuchar su crepitar al tiempo que contemplo las alamedas peladas y esqueléticas. Percibir la tenue lluvia que cae en tu cara y ese olor a tierra mojada, que junto al del pan recién el hecho, es lo mejor que nos han ofrecido los dioses para el olfato.
Porque en invierno me gusta enfrentarme a la épica de las tardes oscuras, frías y lluviosas; y observar cómo no se ve un alma mientras corres; y contemplar a las avefrías en la Vega para admirarme de cómo estos grandes pájaros aguantan el frío con estoicidad cartujana. 
Porque en primavera me ilusiona observar el renacimiento de la naturaleza y escuchar los primeros cantos de las pájaros venidos de climas más cálidos y saber que hay más día y mejor temperatura para poder correr. Y volver a reencontrarme con la ropa técnica más ligera. 

La Vega en otoño. Foto de J.A. Flores


Por eso, la otra tarde comprendí que la apatía con la que corría los primeros kilómetros no era más que la adaptación necesaria para comenzar a correr en otoño que, como decía, es quizá la estación en la que más me gusta correr, una vez superado este periodo de adaptación incierto. 
 
  

04 septiembre 2014

REFLEXIONES POS 'HUELLA DEL BÚHO'.

Bien mirado, pensar en tan sólo participar en la 'Huella del Búho', el Trail Running de Colomera a través de varias localidades de dos municipios de la comarca de Los Montes Orientales, es un descoco. Principalmente para un corredor que viene del running puro, ese que hace deslizar los pies por asfalto, caminos, calles y todo lo más alguna vereda empedrada. Con cuestas, sí, pero cuestas integradas dentro de las rutas habituales de las ciudades, de los caminos...Unas más duras, otras menos, pero siempre al alcance del corredor, que con tan sólo ir adecuando el ritmo a la pendiente va superando sin problemas.
Pero nos gustan los retos. 
Pero, ¿qué hay detrás del reto? Eso dependerá de cada uno. Me aventuraría a sostener que, a excepción de quien participa en estas pruebas para ganar, para abrirse camino en este deporte, el que entrena más de cinco horas diarias para hacer la mejor marca posible o acceder a otro tipo de pruebas más duras y en las que se exige una marca mínima; a excepción de ésos, decía, los que allí estábamos a las seis de la tarde en Colomera, nos movían otro tipo de pasiones y motivaciones. 
Tal vez, la más común a todos fuera el sentirse haciendo algo distinto. Eres corredor -o senderista- y te gusta la montaña. Disfrutas andando o corriendo por veredas recónditas, lugares salvajes en los que apenas se aprecia un atisbo de civilización. Todo naturaleza. Ese móvil y saberte que eres capaz de aguantar treinta kilómetros es más que suficiente para inscribirte en este prueba que, además, al ser en agosto y acabar -para la mayoría- en noche cerrada, le confiere un plus épico. 
Para otros podrá haber otras motivaciones, otras pasiones. 
Dicho esto, he de decir que mi caso no es exactamente ninguno de los descritos. Y digo exactamente porque algo de esos también ahí, aunque sea en pequeñas dosis. Soy corredor y me gustan las grande distancias. Es más, ya he participado en pruebas largas y duras y sé que estoy entrenado para esas distancias y puedo resistir. Sin embargo, aunque me gusta la montaña, no soy el clásico tipo que pierde las mañanas del domingo andando por rutas de montaña. Es más, ni tan siquiera sentí la necesidad de entrenar por ese terreno cuando ya había tomado la decisión de correr en Colomera. Todo lo más, había planificado entrenamientos entre carriles de olivos, la parte más benigna de la prueba de la 'Huella del Búho', precisamente. 
Luego, ¿qué me movió a correr por estas latitudes? Haciendo abstracción que -como decía en la entrada de la crónica- me unen con Colomera lazos afectivos y que la zona de Los Montes Orientales es por mi conocida al ser fronteriza con mi municipio de nacimiento, que es de Vega (algo del municipio tiene elementos comunes con los de los Montes), lugares por los que, incluso, he entrenado, haciendo abstracción de todo eso, decía, había como una especie de llamada en mi interior. Una parte de mi mente decía que no debía hacerla y otra que sí. La que decía que no, razonaba con sensatez: no es tu terreno, no conoces el trail, no se te ha ocurrido entrenar por ningún monte, no sabes subir, no sabes bajar, no tienes unas zapas adecuadas (ahí se equivocó algo la parte de la mente que decía que no: las Brooks Cascadia cumplieron sobradamente, si bien no son las mas adecuadas del todo). La que decía sí no razonaba tanto. De hecho, no razonaba nada. Más que pensar se dejaba atrapar por el impulso, por la ilusión infundada de hacer la prueba. Sin contemplaciones ni consecuencias futuras.
Y como siempre ocurre, ganó la parte mala, la que decía sí.
Pero hube de darle las gracias al final. No me gusta darle las gracias a los malos, pero en esta ocasión tuve que hacerlo. Porque de no haberme guiado por sus cínicos consejos no habría experimentado la sensación que sigo experimentado a cuatro días ya de terminada la prueba. Es más, le estoy dando tanto la razón a la parte de la mente que decía sí que ya casi he decidido participar el año que viene, ¿Qué locura, no? Obviamente, tendré que escuchar aunque sea tan sólo una vez a la parte buena, la que dice no. 
En otras condiciones, en las pruebas de running en las que me prodigo, estaría dándole vueltas a la más que discreta marca que hice, pensando por qué no tiré más en determinada zona o porque fuí tan conservador en otra, pero no ha sido así en este caso. Es más, cuando ya había agotado todas las expectativas de terminar en el tiempo en que terminé (ahora me sonrío ante mi ingenuidad, al haber calculado los tiempos de manera muy similar a cuando los calculo en, por ejemplo, un maratón), es cuando realmente comencé a disfrutar de verás de la prueba. De cada uno de sus tramos e, incluso, de sus avituallamientos en los que no miraba el reloj mientras ingería y comía. Eso fue más o menos a la altura de Moclín. Me encontré con un animoso grupo de corredores conocedores de esta disciplina, pero con una visión de la misma la mar de positiva y gracias a ellos comprendí que si no vas a ganar, lo ideal es disfrutar lo máximo de este tipo de prueba, de sus paisajes, de sus gentes, de todo lo que la rodea. Además, en honor a la verdad, estaba completamente destrozado: los cuádriceps a punto de estallar, las ampollas de ambos pulgares de los pies pugnando en tamaño con los dedos mismos, el estómago con una movimiento similar a un volcán en inminente erupción...Así que lo inteligente en tales condiciones y sabiendo que estaba en un terreno que no era el mío era disfrutar. Y así lo hice.
Me han preguntado familiares, amigos, conocidos y compañeros de trabajo que qué tal. Se han admirado de la 'locura y valentía' de correr en esta prueba, es más, algunos más cercanos han mostrado preocupación (sobre todo mi pareja cuando me vio aparecer por casa con la cara lívida), pero todo eso me ha ratificado aún más en que hice lo correcto, lo que me ilusionaba hacer, lo que decía la parte de la mente que decía sí.
Porque seamos francos, a este tipo de pruebas no te inscribes por gloria, fama, ni para que te admiren más, claro que no, nada de eso es importante. 
Lo que es importante es saber que tu lado de la mente insensata ha ganado a la sensata y que gracias a eso has conseguido rebelarte contra lo razonable y establecido, aunque tan sólo haya sido durante una calurosa tarde de agosto.     

28 agosto 2014

OJOS QUE BRILLAN EN LA NOCHE

Esto del correr y sus recursos es una fuente inagotable. Podrás llevar años pateando caminos, carreteras, calles y veredas y toda esas experiencias acumuladas siempre dejará margen para otras nuevas. Nuevos dispositivos, nuevas rutas, nuevas formas de correr, nuevos retos... Quizá esa sea la razón de que este deporte cada día gane más adeptos, aunque siempre será minoría, si entendemos el correr como una actividad de dedicación constante, como algo tan integrado en tu vida que, en un sentido hipotético, si algún te dijeran que ya no vas a poder practicarla  más, aquélla perdería algo de sentido.
Y es que la experiencia de hoy ha sido única y nueva: por primera vez he corrido en campo a través por la noche.
Lógicamente, lo había hecho por la ciudad, con luz artificial de las farolas y los escaparates, pero jamás lo había hecho con esto: 


Exacto, se trata de un frontal. Sabía de su existencia por ojeadas de páginas web o revistas especializas en trail running pero jamás pensaba que acabaría teniendo uno. 
La historia surge a raíz de inscribirme en la prueba de montaña de treinta kilómetros que, si nada se tercia, correré el próximo sábado en la localidad de Colomera. 
Leí que la organización aconsejaba llevarlo y sabiendo como sé que no soy un especialista en este tipo de pruebas y que mi crono ser irá más allá de las tres horas, y resultando que la prueba sale a las seis de la tarde y que a las nueve en estas fechas ya está el sol puesto, no sería extraño que, incluso yendo todo bien, se me haga de noche en los últimos cinco o seis kilómetros. 
Y no me gustaría aparecer en la prensa al día siguiente como el corredor que se perdió en la noche cerrada en algún lugar de los Montes Orientales. Sí, eso daría para una buena entrada y es posible que para un artículo en prensa, pero prefiero apartar de mí ese cáliz.
Así que me compré este modelo de entrada, si bien avalado por una marca líder en el sector como es  la francesa Petzl. 
Y como suelo ser meticuloso a la hora de poner en práctica los artilugios que adquiero, esta tarde de miércoles he esperado a que llegara la puesta de sol y he comenzado a correr por un conocido camino de la Vega de Pinos Puente pasadas las nueve de la noche. La idea no era otra que cayera el manto negro de la noche en mitad de la ruta y poner en práctica la luz del aparato. En definitiva, probar cómo se corre por la noche con un aparato como éste en la frente. 

OJOS QUE BRILLAN EN LA NOCHE 

Con varios individuos de dos especies me he cruzado, los cuales tienen un elemento en común que desconocía: les brillan los ojos en la noche cerrada. Se trata de los siempre presentes perros y de las aves de la noche. Al principio me inquieté un poco, pero enseguida me acostumbré a ese brillo algo inquietante.
Todos sabemos que la noche tiene criaturas que no tiene el día; o bien, las mismas, pero que mutan de alguna manera. Los pájaros durante el día pasan bastante desapercibidos, por la noche no. Por su parte, a los perros abandonados, que lamentablemente hay muchos en la Vega, se les ve muy ufanos andando en grupo por las veredas y no parece que necesiten el artilugio que yo portaba en la frente. Por suerte, ambas especies han respetado el extraño paso de un individuo adosado a una luz entre azul y blanquecina. 

UNA FAMILIAR SOMBRA INQUIETANTE 

Junto a los numerosos maizales mi propia sombra, negruzca y alargada, me ha acompañado durante casi todo el trayecto. No por ser familiar deja de ser menos inquietante. Porque todo lo que se percibe en la soledad nocturna tiene algo de gótico.
Como algo de gótica es la presencia de los murciélagos. Atraídos por luz del foco se acercan o se cruzan, pero inmediatamente cuando detectan movimiento viran su trayectoria de manera dramática e increíble. Mientras devoraba kilómetros en la noche, con las únicas referencias de que sabía por donde iba por conocer de antemano la ruta, me vinieron a la mente recuerdos de las noches de verano de mi infancia, en las que atrapábamos a estos bichos con el sólo objeto de maravillarnos de su cara, que no era de pájaro sino de roedor. 

¿ME HABRÉ PERDIDO? 

Hubo un momento en que lo pensé. Tenía mis referencias claras porque conozco muy bien la zona. Pero el día es el día y la noche es la noche y son muchos los caminos que en la Vega salen a izquierda y derecha. 
Así que hubo un momento en que me asaltó la duda. Tenía la referencia de las luces de los pueblos de alrededor (Zujaira, Casanueva, Pinos Puente, Valderrubio), pero aún así la perdía, merced a unos altos álamos. Miré el GPS y calculé los kilómetros y sopesé que ya debería de estar en un punto en el que aún no estaba. Nada se veía a mi alrededor, a no ser los treinta metros aproximados que ilumina el frontal. Al poco, cuando salí de la influencia de los árboles atisbé el puente iluminado del paso de la vía del ferrocarril a la salida de Casanueva y eso me tranquilizó, a pesar de que no me había turbado en absoluto por esa hipotética desorientación. Y eso era porque me encontraba muy a gusto y feliz corriendo en la noche cerrada.

EN LA NOCHE LOS KILÓMETROS SON MUY OTROS 

Son los mismos que haces durante el día, pero al mismo tiempo muy otros. Se perciben de otra manera. Sin referencias. Algo muy similar -con las obvias diferencias- a cuando conduces de día o de noche. De día percibes en su verdadera magnitud paisajes y poblaciones; de noche el paisaje te lo tienes que imaginar y las poblaciones son contornos que construyen su iluminación artificial. 
Así, cuando corres de noche los kilómetros van pasando de otra manera, sin referencias. Es como si ignoraras por completo lo que llevas corrido y lo que queda por correr. Y si la noche es silenciosa, fresca, tranquila y tu te encuentras físicamente bien corriendo, la experiencia es única y en exclusiva vivencial. 
Cuando acabé bien pasadas las diez, aún en el coche me encontraba con la venturosa noche sobre mi cabeza. Comer la fruta que siempre como, estirar, cambiarme de ropa, beber isotónico, todo esos ritos se convierten en algo muy distinto al ejecutarlos de noche bajo el impresionante decorado de las estrellas, que en campo abierto adquieren otra dimensión.   
Algo muy parecido a cuando comienzas a correr y percibes que tu cuerpo y tu mente han llegado a ese punto en que todo es armonía. 
               


24 agosto 2014

EN OCASIONES VEO RUTAS

Acostumbro a reencontrarme con caminos y veredas por las que habitualmente corro. Las hago en coche, en moto, en bici e, incluso, cuando no he podido correr, andando. Las observo desde otra óptica distinta pero las reconozco. Es un juego emocionante comprobar que por ahí has pasado un día antes o hace una semana. En lugares recónditos y de poco tránsito he podido reconocer mis pisadas y eso añade más emoción a la cosa.
En ocasiones, las recorro de forma intencionada para comprobar desde otro punto de vista la inclinación, la distancia u otros factores, pero en otras me he topado con ellas de forma casi involuntaria y al verlas de pronto me ha costado reconocerlas. 
Cuando observo esas rutas, que bien pueden ser carreteras locales o comarcales, caminos agrarios, veredas o, incluso, caminos entre olivos, siempre las percibo mucho más duras que cuando corro por ellas. Seguramente se deba a la perspectiva con las que las observo. Cuando penetras en ellas corriendo no tienes esa perspectiva que sí te ofrece verlas a bordo de algún vehículo. Sencillamente cuando corres te adentras en esas rutas sin pensar demasiado en la dificultad. A mí me vale percibirlas de manera fragmentada; es decir, jamás me obsesiono por la distancia de una ruta, todo lo más -como no podría ser de otra forma- planifico el entrenamiento y sé la distancia y la dificultad que voy a recorrer, pero no acostumbro a introducir pensamientos negativos en mi mente del tipo: es demasiada distancia, no voy a poder hacerla entera, me voy a cansar demasiado, me va a coger el calor -o la lluvia o el frío- en la ruta...nada de eso me planteo, sencillamente doy el primer paso y ya está. 
También hay que decir que uno ya tiene sus tablas y sabe perfectamente el rendimiento que va a dar; sabe que ya ha hecho esas rutas o similares y que las ha acabado bien. Además, hay que decir que siempre hay que tener un gramo en el bolsillo de atrevimiento, osadía y de cierta locura. Si no fuera así, no seríamos esforzados corredores.

De eso se trataba cuando el domingo a mediodía cogía la moto y me sumergía por carreteras locales para atisbar la parte final -que no conocía, como no conozco nada de la ruta- de la dura prueba que espero correr el próximo sábado. Una de las escasas partes por las que puede penetrar un vehículo de motor. Entré por el pequeño pueblo de Olivares y llegué hasta este bonito e histórico pueblo de la comarca de Los Montes Orientales (Granada), cuya dirección de su castillo árabe se puede leer en las señales informativas,  localidad  en la que comenzará y acabará la ruta de treinta kilómetros: 

(Foto de J.A. Flores) 

19 julio 2014

UN ENTRENAMIENTO ESTIVAL (Y CONTUNDENTE)

Se repiten las opciones. El año pasado por estas fechas ya me encontraba entrenando a través de los duros e irregulares carriles entre olivos, preparándome para esa prueba de Fonelas, que vuelve a la agenda este agosto.
Y es que las opciones que me planteo o impongo suelen funcionar casi siempre de la misma forma. El año de la subida al Veleta, la decisión fue rápida e inmediatamente comencé a hacer test de subida para ir comprobando mi estado de forma e ir acostumbrándome a las fuertes rampas. Con cada test bien hecho ganaba en confianza y eso me posibilitó presentarme en la linea de salida. Ocurrió más o menos igual cuando decidí participar en dos ocasiones en la Media Maratón de Montaña de la Ragua. Y el año pasado se presentó la opción de correr en Fonelas e intuí que esa prueba -a pesar de que se anunciaba como trail- me iba a gustar. Inmediatamente me compré las Brooks Cascadia y a sumergirme por terrenos pedregosos con subidas y bajadas. Todo salió mejor de lo que esperaba.
Pero no tenía muy claro que este año pudiera repetir en condiciones similares, dado el comienzo de año tan atroz por el que he atravesado y del que estoy recuperándome mejor de lo que esperaba. Así que el pasado jueves me dije que este sábado debía sumergirme de nuevo por el mar de olivos, por esa ruta de dieciocho kilómetros, con fuertes subidas y carriles destartalados e inestables. Porque lo que estaba intentando decirme es que este año también tengo el propósito de correr en Fonelas en agosto. 
Y no lo pensé demasiado. Este sábado, 19 de julio, minutos antes de las diez de la mañana, ya estaba comenzando mi entrenamiento que tienen su salida y llegada en el campo de fútbol de Pinos Puente. Y aquí está expuesto para mayor conocimiento:


UN ENTRENAMIENTO CONTUNDENTE  

Para intentar que el hipotético lector -corredor o no- pueda sumergirse en la crónica de entrenamiento estival que voy a relatar, nada mejor que imaginarse un terreno seco totalmente plagado de olivos, con un carril principal y cientos de carriles que salen por todas partes. Un terreno en altura, que va elevándose hacia la zona de los Montes Orientales, porque será hasta esa zona hacia la que me dirigiré, la zona de la provincia de Granada con más número de olivos y unas de las más de Andalucía. Eso lo explica todo.
En total, nueve kilómetros de ida y nueve de vuelta, siendo los primeros seis los más duros con diferencia. 
Y aunque es cierto que no hace el calor de los días previos -parece que la ola ha remitido bastante-, no hay que olvidar que estamos en mitad del verano, en julio, quizá el mes más caluroso. Así que hay que protegerse de alto factor y llevar hidratación suficiente porque no va a ser posible encontrarla en ningún momento de la ruta: no se pasa por cortijo alguno y, por lo general, en estas fechas no se ve un alma. Ni tan siquiera se escuchan los pájaros, como mucho, reptiles agazapados debajo de rocas, a los que espero no ver.
Escondido en las gafas de sol deportivas y todo dispuesto, comienzo a dar las primeras zancadas.
Instalaciones deportivas, cementerio viejo, cementerio nuevo, campo de fútbol ya abandonado y, de pronto, el camino a la derecha, el cual va ascendiendo poco a poco. Ya no dejará de hacerlo durante los primeros seis kilómetros.
No se trata de una cuesta ininterrumpida, sino una constante subida que va fatigando las piernas, con la presencia de dos o tres subidas fortísimas pero cortas, a lo que hay que añadir la dificultad de pisar por el destrozado carril, obra de las torrenteras de invierno y los tractores que por allí transitan. 
De todas formas, no encuentro demasiadas dificultades para pisar y en esa labor ayudan sobremanera las Cascadia, gracias a su aguerrida suela. Es más, apenas noto las piedras cuando las piso. De ahí que tan sólo piense en superar la cuesta que toca subir y no pensar en la siguiente.
Compruebo que el terreno se va elevando bastante cuando miro para atrás y observo el pueblo y la Vega bastante abajo. Es más, estoy al mismo nivel, si no más alto que la explanada más alta del Cerro de los Infantes, lugar de civilizaciones remotas que me parece aún más maravilloso y misterioso desde esa inusual posición. 
Miro el GPS no tanto para saber el ritmo, sino para ver cuántos kilómetros llevo ya hechos ya que quiero detenerme a hidratarme en el kilómetro cinco, con independencia de que tenga sed o no. Eso es básico.
Así lo hago. Llego al kilómetro cinco de la ruta y me refugio bajo las sombras del olivo más grande que encuentro. Bebo poca agua ya que hay que dosificarla. Quedan trece kilómetros aún. 
Reanudo la ruta y advierto que he cometido un error táctico. Al detenerme en el cinco no reparo que los siguientes quinientos metros son de subida. Hubiera sido más inteligente haber parado en la cota más alta y no tener que subir esos quinientos metros 'en frío'. Pero ya puedo hacer poco. Como mucho no detenerme demasiado tiempo y subir esa rampa. Percibo cansancio en las piernas por lo que lamento haberme detenido. 
Cuando llego a arriba ya el terreno es muy otro. No existe un descenso en toda regla, pero el terreno es más suave. Posteriormente, sobre el kilómetro siete a nueve habrá algo de subida, pero no es equiparable a la de los primeros seis kilómetros. Así que voy tranquilo, por debajo incluso de los cinco el mil. Me encuentro bien y no me ha pasado demasiada factura subir esa rampa 'en frío'. 
A partir del kilómetro siete debo extremar la atención. Por no haberla extremado el año pasado acabé en un lugar en el que no quería acabar, tal y como conté hace poco y en su día. Acabé haciendo cinco kilómetros más, sin agua y sufriendo más calor. Así que cuando paso por el punto kilométrico en el que se penetra en otro carril que parece más principal, fijo la referencia kilométrica, pera no perderme en la vuelta: siete kilómetros y cuatro cientos metros. Con una sencilla operación sabré en la vuelta qué carril tomar. Y es que dentro del mar de olivos todos los carriles parecen idénticos y yo jamás he sido un prodigio de ubicación. Reconozco que me he perdido en lugares tremendamente fáciles.
Atravieso dos rampas largas y llanas, desde las que hay una bonita vista del Castillo de Moclín, para, finalmente, alcanzar, en el kilómetro nueve, tal y como ya sabía, el lugar en el que me detendría y me daría la vuelta, justo en el cruce de la pequeña carretera que une Olivares y Colomera, en el mismo cruce del Cortijo Berbe Bajo. 
No hace demasiada calor, a pesar de que sin las gafas de sol, el camino posee un color amarillo que da miedo. Me hidrato con isotónico, que está fresquísimo, gracias a que ha pasado toda la noche en el congelador. También refresco con agua, fresquísima también, distintas zonas fundamentales del cuerpo para evitar un golpe de calor: frente, nuca, cuello y muñecas. Soy generoso y también refresco las piernas, que son las que están trabajando más. 
Me deleito con el atractivo paisaje de olivos y disfruto de las sensaciones, así como de la importancia que tiene para mí haber podido llegar -y espero regresar- hasta aquí. Me voy percatando que este año se parece mucho al anterior en cuanto a forma física, a pesar de la discontinuidad. 
Regreso. Y regreso con la alegría de saber que la vuelta es mucho más fácil. Eso será si no me pierdo. Pero no lo hago. Miro el GPS y compruebo que el punto kilométrico está donde calculé debía estar: kilómetro diez y seiscientos metros. Compruebo también que alguien ha anudado una tira de plástico a la rama del olivo que está justo en el cruce de caminos. Algún ciclista, supongo, harto de extraviarse.
Subo una pequeña cuesta y otra corta pero con más dificultad y observo que ya estoy en un punto en el que ya casi todo es bajada o terreno llano. Si es así, ya debo estar en el kilómetro trece más o menos. Miro el GPS y así es. El silencio es hiriente y disfruto con ello. Ya habrá tiempo de escuchar toda la tarde y toda la noche a los vociferantes nenes y a sus permisivos padres en los múltiples parquecitos infantiles de mi moderna calle que te cagas. 
Voy bien, bastante bien. No tengo las piernas cansadas y mi respiración es buena. En definitiva, no estoy cansado. Pero eso no quiere decir que no deba hidratarme. Lo hago en el kilómetro catorce y setecientos metros, a poco menos de tres kilómetros y medio para llegar a mi destino. Agoto todo el líquido isotónico y vuelvo a refrescarme con agua las zonas corporales antes indicadas y observo que al reanudar la marcha voy mucho más ligero, o al menos tengo esa sensación. Se debe tanto al terreno como a llevar las cantimploras vacías en la correa de hidratación adosada a mi cintura. Voy feliz, disfrutando del paisaje. El ritmo ya lleva tiempo que está entre 4'30'' a 4'45'' el mil. Por tanto, los kilómetros cunden mucho. Cuando vuelvo a consultar el GPS ya estoy casi en el diecisiete, a tan sólo un kilómetro de la llegada. 
A esa llegada se accede por el conocido camino que suelo utilizar cuando hago un Caparacena-Pinos Puente. Es el mismo por el que he entrado en la ida. El camino, de no más de 600 metros, desemboca de nuevo en el campo de fútbol abandonado. Segundo cementerio, primer cementerio e instalaciones deportivas. Ya veo a lo lejos el coche, bajo un sol de órdago y me digo: bueno, esto ya está acabado, sabiendo que no apostaba demasiado por hacerlo. El test fuerte, digamos, ya está hecho. Me iré de viaje y volveré con la convicción que demasiado mal debo de venir para no asumir bien esa prueba de Fonelas. No obstante, aún tendré tiempo en agosto para volver a esa ruta.     

Espero que hayáis 'disfrutado' del entreno, tanto como yo lo he hecho.              

01 julio 2014

COMO UN NOVATO

VEGA
El sábado pasado salí a entrenar por la tarde. Ya eran las siete y media de la tarde, pero el calor en la Vega a esas horas aún era desmesurado. Suelo salir más tarde en verano, pero las circunstancias impidieron que pudiera hacerlo: habíamos quedado con unos amigos. 
Y me deshidraté. No esperaba que ocurriera, pero era probable porque se daban todas las circunstancias. Tracé un itinerario de doce kilómetros y no había ninguna fuente en el mismo. Par acceder a alguna había que extender el kilometraje y no tenía tiempo para ello. Tampoco llevé correa de hidratación porque consideré que si bebía suficiente agua antes de salir, sería suficiente. Para colmo la ruta apenas tenía sombras, apenas vegetación alta.
O sea, que actúe como un novato. 
Comencé a sentir los síntomas pronto, sobre el kilómetro seis, pero pensé que sería una pájara pasajera. Sin embargo, ésta fue en aumento y me forzó a detenerme en varios puntos de la ruta, entre otras cosas para reflexionar sobre qué me estaba pasando. Además, iba demasiado rápido. Fue un mal presagio que se atravesara un lagarto de veinte centímetros en mi camino, pero no quería reconocer que había cometido un error. Estaba en la mitad de la nada, y el único agua a la que podía acceder era la de las acequias, pero no quería arriesgarme a cambiar la deshidratación por una gastroenteritis. Así que cuando llegué al kilómetro ocho de la ruta, opté por una ruta en la que pudiera encontrarme algún cortijo y deseché la ruta cercana a las obras de AVE, tal como había previsto, toda vez que es una ruta totalmente desierta. Me detendría en alguno de los varios cortijos de esa zona que lleva a Torreabeca y pediría un poco de agua. Entonces fue cuando vi un coche que venía en mi dirección y le pedí que se detuviera. Todo un riesgo para los tiempos que corren y que no suelo hacer jamás, pero mi estado era lamentable y el escenario no era peligroso: un tipo corriendo que te pide que te detengas no parece ser que sea un asesino en serie. Se trataba de una pareja que había rebasado la mediana edad y no parecieron sorprenderse. Cuando el hombre detuvo el coche y bajó la ventanilla, inmediatamente, sin dilación, le pedí por favor si llevaba un poco de agua. Es habitual que así sea en la Vega. La mujer, presta, confió que aún pudiera estar la botella que llevaba en el coche desde hacía un par de días. Yo creo que va a estar muy caliente, dijo algo preocupada. No se preocupe por eso, le dije. Buscó en el asiento de atrás y sacó una botella de plástico medio llena e me invitaron a que me quedará con ella. Bebí y les dije que me vendrá mal llevármela porque es una molestia para correr (intenté ser amable, pero no sé si lo conseguí). Por mantener alguna conversación de agradecimiento les dije: me he deshidratado. Llevo nueve kilómetros pero aún me quedan tres, por tanto, me han salvado la vida. Sonrieron satisfechos. Muchas gracias. No hay de qué, pero aún estás a tiempo de llevarte la botella, dijo el hombre a modo de despedida. Negué con la mano cuando comencé a correr.
Ese agua, en realidad, me salvo, tal vez no la vida, pero sí que pudiera concluir los tres kilómetros que me quedaban. El calor era infernal. Además, al tratarse de agua con gas, las sales minerales me vinieron de maravilla. 

Pero lo más curioso de este entrenamiento no sólo fue la deshidratación. Lo sé, se trata de algo que un corredor veterano como yo debería evitar, pero jamás aprendemos. Lo más curioso decía es que tenía muchas ganas de correr. Lo hacía con facilidad y aun ritmo que me costaba fuera superior a los cinco minutos el mil, por mucho que intentara frenanrme. Lo normal, pensé, es que en ese estado hubiera ido arrastrando las piernas, pero no. Por tanto, había una total disociación entre la mente y el resto del organismo. Aquélla quería correr y se encontraba muy bien con esas buenas sensaciones, pero a éste la faltaba una materia prima básica: el agua.    
Pero aún me sorprendió mal que la media de los doce kilómetros no hubiera superado los cinco minutos el mil. Son días extraños que a veces se cruzan. 

14 junio 2014

MIS AMIGOS, LOS INSECTOS (O COSAS QUE OCURREN CUANDO CORRES)

Picadura `de lo que sea' en el gemelo
izquierdo.

 Estas imágenes que veis en pantalla, desagradables a la vista, se deben a mis amigos los insectos. Esos que me acompañan o se tropiezan conmigo en algún momento de mis campestres recorridos. 

Picadura 'de sabe dios qué será' en la zona
del tobillo, con ostensible hinchazón.
Voy corriendo y durante el recorrido siento picotazos, por lo general en las zonas del cuerpo más descubiertas: piernas, brazos, cuello..., pero eso no me impide correr. Lo sigo haciendo sin alteración alguna. Como mucho me rasco en la zona de picor y poco más. Nunca me he tenido que detener en mitad de una ruta por ese motivo. Sí lo he hecho si se me ha cruzado un perro agresivo, algún reptil, una rata o una ganso, como ya he contado en ocasiones. 
Pero el veneno, al principio no molesto. de estos insectos sigue su insondable trayecto a través de la sangre y hace su trabajo. El insecto ha hecho su trabajo y ya está. 
En ocasiones a esos insectos los he sorprendido andando por mi cuerpo, quizá atraídos por el sudor o la sangre recién oxigenada. Ellos sabrán lo que ven. El caso es que llevo algún tiempo con problemas más allá del mero picor, tal y como se descubre en estas fotografías. Hinchazón, picor, pus, y sobre todo, muchas molestias, pero eso no me retira de los caminos. De hecho en el entrenamiento de hoy estaba seguro que al atravesar una vereda prácticamente cerrada y seca en un camino perdido iba a encontrarme con algún reptil desagradable. Era el lugar propicio para ello. Eran casi las doce de la mañana y el termómetro ya marcaba los treinta y cinco grados -sufrimos una ola de calor por aquí por el sur-, pero aún así era más fuerte la voluntad e ilusión de seguir corriendo y asumía las consecuencias, las que fueran. Escuchaba ruidos en las orillas, pero finalmente hubo armisticio.  
En mis entrenos veraniegos soy picoteado, mordisqueado y 'envenenado' por insectos múltiples y los efectos son mayúsculos cuando, con detenimiento, veo en casa las zonas afectadas, pero aún así lo considero a beneficio de inventario. Así tendrá que ser, me digo, los insectos han de llevar a cabo su función encomendada y yo la mía y hay que aceptar que en ocasiones nos encontremos en los caminos.  
Lo que me pregunto es que clase de insectos son los que han hecho esos estragos que se ven en las fotografías. Juraría que son arañas.           

09 junio 2014

EL DESÁNIMO TE HUMANIZA

Podría ser que quienes nos ven correr por caminos, calles, carreteras y otros lugares, nos imaginan seres estables, sanos, esforzados, gente que dedica parte de su tiempo libre a ejercitarse  y a acumular kilómetros, prescindiendo de otros placeres en los que ocupar ese tiempo. Eso podrá parecer bien a la mayoría e, incluso, podría ser considerado como ejemplar. Entre otras cosas, porque no todo el mundo tiene esa teórica voluntad para ponerse a correr ya llueva, haga calor o el frío congele la sangre, y si la tiene no siempre encuentra el momento para comenzar. Pero ocurre que no siempre lo que reflejamos con nuestra actitud deportiva es un trasunto de lo que nos va dictando la mente o las sensaciones. 
Porque más veces de lo que se piensa los que corremos de forma habitual somos víctimas de lo que yo denominaría 'el síndrome del corredor de fondo'. Un síndrome que tiene muchas caras y que opera más en lo anímico que en lo físico. Podrás ir mal físicamente y eso, lógicamente, se traslada a la parte anímica, pero es mucho peor cuando ocurre al contrario. 
No se trata tanto de correr anímicamente mal cuando algo en tu vida personal te está afectando de manera importante. Es más, yo siempre aconsejo procurar salir a correr cuando eso ocurra, ya que el ejercicio al aire libre suele ser una buena terapia. Me refiero a otra cosa y que en el entrenamiento del sábado experimenté y que trataré explicar, si bien, creedme si os digo que es muy difícil hacerlo con palabras.
'El grito' de Munch
No es algo muy frecuente. Sí me ha ocurrido que he sentido apatía corriendo, generalmente por sobreentrenamiento, o desconfianza, cuando he salido de una lesión y he vuelto a los caminos. Ambas cosas son normales. Pero lo del sábado fue otra historia. 
Una especie de vacío ontológico que duró tan sólo unos segundos. Había superado el kilómetro once de mi ruta de trece y me encontraba en un lugar de terreno de vega muy descubierto. No había apenas árboles y la tarde estaba ya en su ocaso, además, no había un alma en el camino. Todo eso hizo que en mi mente aquel camino se me representara como un páramo. Un terreno excesivamente yermo y raso en el que era difícil establecer referencias. Es un camino que conozco bien y que no había visto nunca de esa manera, pero en mi mente se representó así de hostil en esta ocasión.
Y fue entonces cuando esa visión se mezcló con la motivación de seguir corriendo e, incluso. de seguir escribiendo (de nuevo el ¿qué hago aquí?). Momentos en los que una gran pregunta de vocación ontológica se cierne sobre tu cabeza con una lucidez inusitada. Supongo que alguna endorfina que no ha encontrado su ruta correcta, me dije cuando llegue al coche. Por buscar alguna explicación.   
Lo curioso es que a pesar de no atravesar mi mejor forma por las muchas circunstancias por las que he atravesado, no iba mal a nivel físico, es más, percibo que crezco cada día.  A un ritmo constante de entre 4'55'' y 5'05'' el mil y sin demasiado sufrimiento, por lo que el problema físico no tuvo nada que ver con el estado anímico. Unos segundos de zozobra, de inseguridad, de indecisión, los cuales también tenemos que glosar aquí para que se observe y aprecie que no todo lo que nos ocurre a los corredores es miel sobre hojuelas. Porque esos momentos nos humanizan y hacen que nos percibamos a nosotros mismos con más transparencia y objetividad. No diré que sean momentos agradables, pero sí necesarios. Aunque, eso sí, muy cabrones.                

01 junio 2014

SABER ESCUCHARSE

El pasado jueves estuve a punto de inscribirme en la prueba de Órgiva. Órgiva-Lanjarón-vuelta. Duro correctivo para las piernas, el corazón y los pulmones. Una prueba con vocación épica. Casi diecinueve kilómetros subiendo rampas y bajándolas. Siempre me ha gustado esta prueba y siempre he intentado correrla. De hecho, pocas veces he fallado.
Pero este año ha podido más la prudencia.
Me dije: tranqui, vas bien, pero tranqui. Y me hice caso. Recordé lo que sufrí hace dos sábados para terminar dieciocho kilómetros en llano, y volví a constatar este último sábado que a pesar de no sufrir tanto -porque hice dos kilómetros menos- también sufrí. Vale, es cierto que suelo salir a horas en las que el termómetro casi está en treinta grados (curiosamente el sábado, comenzó a ponerse tormentoso cuando acabé mi entrenamiento), pero eso no quita para saber de primera mano que no estás bien, lechón.
Por tanto, el pasado jueves hice lo correcto no inscribiéndome en esta prueba. Me veía llegando a las calles de Órgiva con la mirada perdida, con el estómago revuelto y comprobando cómo me adelantaban hasta los niños de teta y no quise hacerle ese daño a mi autoestima. Mejor déjala que vaya aumentando poco a poco, me dije. Y, ya digo, me hice caso por enésima vez.
Y es que hay que aprender a saber escucharse. No es fácil. Yo antes apenas lo hacía y me costó años hacerlo. Es más, pasé de no escuchar mi cuerpo a escucharlo con atención y solemnidad; y he pasado de no hacerme caso a hacerme el mayor caso posible, casi como su fuera una orden militar, si  yo supiera lo que significa eso.
Ahora sigo mi ritmo progresivo sin grandes aspavientos. Y gracias ese ritmo constante y progresivo me suelo llevar gratas sorpresas. Por ejemplo, la que me llevé el pasado jueves por la tarde.
El entorno del Torreón -al fondo- a la salida de Albolote.
Salí a hacer una ruta sin grandes pretensiones. Iba a ir a la Vega, pero como aún no había decidido no ir a Órgiva, opté por meter algo de cuestas. Así que me fui a la salida de Albolote, hacia esa bonita zona que te dirige hacia el Torreón, el Pantano del Cubillas o las inmediaciones de estos lugares ubicados en la  histórica zona del contorno de Sierra Elvira. 
Sabía que el circuito que había programado no era largo -9,200 kms.-, pero contaba con dos dificultades que debía superar. Llevaba sin subir cuestas bastante tiempo, desde antes de mi intervención, y me venía bien espabilar un poco. Lo sorprendente -y es lo mágico de este deporte- es que me vi subiendo la cuesta de la Residencia Entreálamos, una vez superado el extinto campo de golf del pelotazo de los años del ídem, con una facilidad desconocida. Se trata de una rampa de unos seiscientos metros que siempre notas en las piernas, pero en esta ocasión más que subir parecía que bajaba. Aún me estoy preguntando qué paso. Iguales sensaciones tuve en la minúscula carretera que une la carretera principal con el Torreón. Así da gusto correr, me dije. Gracias dije no sé a quién. Y con esas sensaciones llegué a casa. No es de extrañar, por tanto, que con esas endorfinas subidas estuviera a punto de inscribirme a la prueba de Órgiva. 
Dos días después, el sábado pasado, programé dieciséis kilómetros en llano por la Vega y me costó. Sobre todo a partir del trece. Por tanto, ahí está la clave: meter kilómetros progresivamente.
A las próximas pruebas del circuito es casi seguro que sí iré. Y es posible que a una bastante simpática y nueva, que le propondré a mi amigo Paco por si quiere acompañarme.  Estoy seguro que cuando sepa dónde es podría aceptar.      
       

28 mayo 2014

EL ROL DE LOS PERROS (O COSAS QUE OCURREN CUANDO CORRES)

'Perro semihundido'
(Pinturas negras de Goya)
En el mundo animal también existen jerarquías y roles. Y, dentro de este mundo, en el canino -quizá por ser uno de los más cercanos al ser humano- aún más. Quizá, porque adquieren por instinto hábitos de sus dueños -dicen que el perro acaba pareciéndose a su dueño con el paso del tiempo- o porque la cercanía hace a estos animales cada vez más humanos y menos caninos. Fuere por lo que fuere, interesado como estoy en el mundo del perro y por el especial cuidado que he de poner, dada la mala sintonía que existe entre este animal y los que solemos correr habitualmente por caminos, veredas y carreteras, por los motivos que fueren, decía, he aprendido a observar que en el mundo canino existe un comportamiento especial que seguramente no pasó desapercibido para el desaparecido etólogo y Nobel Konrad Lorenz. 
Quienes corremos tenemos asumido que no gustamos demasiado a estos animales. Seguramente, porque supone para ellos una amenaza ver a una persona corriendo, síntoma que su instinto probablemente traduzca como señal de alarma o peligro. Por tanto, esa acción de correr les pone agresivos e inquietos. De ahí, que todos los que corremos habitualmente hayamos tenido, en mayor o menor grado, alguna mala experiencia con alguno de ellos cuando hemos atravesado caminos, veredas y carreteras. 
            Particularmente, en alguna ocasión, la he tenido, sin que -por suerte- ninguna haya destacado por violenta o accidentada, pero a punto ha estado. Recuerdo aquel perro de apariencia inofensiva que en algún lugar de la Vega de Pinos Puente logró romper de un mordisco el calcetín de mi amigo Paco mientras corríamos (el mío intentó romperlo también pero ya no le dio abasto) o aquel pequeño y amenazante líder de una manada de perros abandonados en la población de Caparacena, que logró que hiciera mi mejor serie de quinientos metros, sin proponérmelo. 
Pero de entre todos, hay un caso muy curioso que experimento siempre que corro por un lugar muy próximo a la antigua arquería -hoy cortijo- árabe de Alitaje, en el término municipal de Pinos Puente, cuando me dirijo en dirección al término de Fuente Vaqueros, en un lugar conocido como Cortijo de Las Cruces. Es un cortijo habitado y está aislado en la mitad de la Vega, a mitad de camino entre ambos municipios. Por tanto, como modernos Cerberos, existen canes que  protegen de eventuales cacos, Suelen ladrar de manera amplificada y con corazón pero, por suerte, están atados. De lo contrario, sería imposible pasar por allí. Así que siempre que lo hago, confío en que sus dueños no se hayan descuidado en las ataduras.
En el canino grupo, casi siempre, hay uno suelto. Y lo está porque sus amos saben que no haría daño ni a una mosca, a pesar de que ladra de manera más apasionada que los atados y más fieros -por eso lo hace-. No sé exactamente de qué raza es, pero se trata de un perro minúsculo. Su altura apenas supera la altura de mis zapatillas y su, más que dudosa, capacidad de morder, si es que alguna vez lo consiguiera, apenas provocaría otra cosa que un pequeño rasguño, o incluso, ni tan siquiera eso, saliendo él mismo mucho más perjudicado dada su poca solidez dental. De ahí que sus dueños, con buen criterio, no teman que muerda a nadie, entre otras cosas, porque no le es posible funcionalmente.

 Pero el caso es que este can -podría ser un caniche o algo así- es avispado y asume bien su rol, que es lo que venía a exponer al principio. Se envalentona cuando los fieros ladran, mientras se retuercen para deshacerse de sus ataduras, y me persigue a lo largo de unos cincuenta metros hasta casi topar con mis zapatillas. Es tal su pasión por defender la propiedad y, de camino, exhibirse ante sus amigos mayores, que cuando me persigue alcanza tal velocidad que casi flota en el aire, ya que sus cuatro cortas patas no dan para más. Muy excitado, lleva a cabo esa acción unos pocos segundos e inmediatamente, exhausto, abandona la persecución en la misma proporción que cesa el ladrido de sus agresivos compañeros. Al principio, no me fiaba demasiado, a pesar de su pequeñez y nula fiereza, pero después de repetirse por enésima vez la misma escena y comprensivo sobre la ejecución de su rol y buen nombre de cara a sus mayores, sigo corriendo sin molestarlo a la espera de que se canse y dé media vuelta. Siempre ocurre lo mismo. De hecho, casi tenemos un pacto tácito: yo sigo mi camino sin azoramiento ni inquietud y él se retira ufano con la cabeza alta, convencido de haber quedado como un héroe ante sus congéneres, más fieros y peligrosos. 

18 mayo 2014

REBOSANTES LAS PIERNAS

El viernes, a eso de las siete y cuarto de la tarde, cuando el calor aún estaba dando sus incómodos últimos coletazos, salía a correr casi trece kilómetros. No sabía cómo iban a ir las piernas porque en todo lo que llevamos de año no había tocado esa distancia. Pero era necesario ir probando.
No lo pensé demasiado. No iba a hacer ninguna enumeración mental de los inconvenientes físicos por los que había atravesado desde los últimos días del año anterior. Había que pasar página si quería crecer. 
Sabía que de nada iba a valer aferrarme a los recuerdos de épicas anteriores, cuando todo iba bien a nivel físico. Eso no ayuda ni a dar un paso. Todo lo más a afrontar con más confianza los nuevos entrenos con vocación colmado de kilómetros. Así que no había otra fórmula que comenzar con un paso y a continuación dar otro. 


Me introduje por viejos caminos conocidos. Esos que siempre han estado tan presentes en mis entrenamientos permanentes. Las vastas extensiones de cultivo de la vega, las alamedas atareadas con su rumor permanente, las acequias ora rumorosas ora calladas, el Cubillas poco caudaloso, pero siempre mostrando su generoso cauce, las aves retornadas de climas más cálidos luchando por ocupar de nuevo su espacio, todo dispuesto para que nada me fuera ajeno. Tan sólo era necesario no pensar en lesiones ni en la falta de forma. Alzar las piernas lo que permita la fuerza y el empuje y disfrutar, sólo disfrutar, que para eso corremos. No para otra cosa.
Pasaban los kilómetros y las piernas respondían. En ocasiones una brisa de aire fresco ayudaba y en otras su ausencia dificultaba. Y así hasta el kilómetro diez, muy cerca ya del lugar de destino. 
Una fuente de agua en el camino y las fuerzas cada vez más justas. Tienes que acabar los trece kilómetros, me decía. No te preocupes de ritmos. Es más no mires el crono.
Son momentos críticos porque sabes que acabando la totalidad del recorrido, te vuelves a reencontrar con tu yo anterior; por el contrario, si no lo consigues, debes de comenzar a reprogramar todo (menos kilómetros y más entreno. Y otra actitud).
Pero finalmente lo consigo. Con mejor diagnóstico de los esperado. Hay esperanza. Hay futuro. 

Y con esas perspectivas en el día de hoy -domingo, 18 de mayo- me dispongo a hacer entre diez y once kilómetros. Hace calor a la hora que comienzo el entrenamiento, pero no me importa. Me siento fuerte. Y confiado. Han vuelto las buenas sensaciones. He vuelto a creer en mí. Algo ha crecido.
Me sumerjo por extraños camino de la Vega. Caminos intuidos pero aún no explorados. Me digo que es probable que corredor alguno los haya atravesado. No sé bien por dónde voy pero hay psicología. Conecto con caminos principales ya conocidos y vuelvo a entrar en caminos secundarios no conocidos. A veces veo a lo lejos Pinos Puente como una brújula. En otras ocasiones no.  Pero las piernas van. Rebosantes las piernas. Rebosante el espíritu. Rebosante todo yo. Me he reencontrado. Me siento de nuevo corredor.

02 mayo 2014

VOLVERÉIS A LOS CAMINOS

Camino de Alitaje con Piorno al fondo. Fotografía de J.A. Flores

Cuando ayer acababa mi entrenamiento pensé en escribir la entrada que ahora os relato. 
No se trata de una entrada que pretenda contar nada especial, aunque es posible que sí, depende cómo se mire.
Terminaba mi entrenamiento de casi diez kilómetros bajo un fuerte calor, inapropiado para estas fechas, y llegaba muy cansado. Me había costado subir la última cuesta, a menos de un kilómetro de la llegada, que se eleva sobre un antiguo paso a nivel. Son las única subidas que tiene la llana Vega. Sin embargo, las sensaciones al terminar eran viejas conocidas. Esas que te indican que estás muy cansado, pero que todo lo demás ha ido estupendamente. Nada de dolor, nada de vacío, nada de ansiedad por temor a alguna lesión...
Así que al llegar al coche, mientras grababa en el teléfono móvil las sensaciones del entrenamiento, como vengo haciendo desde que estoy recuperado, pensaba en la enorme capacidad que tiene nuestro organismo para regenerarse. El ejemplo más cercano lo tenía en mí mismo y por eso me pareció bueno contarlo, no sólo como autoconsumo propio, sino para que quien lea esto, y lo haga en un periodo de bajón por causa de una lesión, pueda obtener signos de esperanza. Eso siempre nos viene muy bien a los corredores. 
Siempre que me he lesionado, como nos suele pasar a todos los corredores, lo he visto todo negro. Acechan las dudas y las sombras sobre si habrá o no una pronta recuperación o, simplemente, sobre si llegará la recuperación. Pasan los días, y en ocasiones los meses, y no vemos signos de ella y ese dato nos vuelve a sumir en la negrura. Son los peores momentos por los que pueda atravesar el corredor: vislumbrar en el horizonte la posibilidad de no poder correr en el futuro. No digo correr para competir, sino correr simplemente para vivir.
La experiencia me ha enseñado que estas sombras de duda son, normalmente, exageradas. No hay base para ello. Sencillamente por una razón: aunque no lo creamos en ese momento, el organismo siempre acaba regenerándose y va apartando poco a poco la lesión, a no ser que se trate de algo crónico, que en ocasiones tampoco impide correr.
Mientras descansamos, leemos, nos divertimos o, incluso, trabajamos, el organismo sólo tiene una msión: regenerarse. Lo hace durante veinticuatro horas y sin descanso y lo hace de una forma silente, sin que nosotros lo percibamos, algo parecido a cómo crecemos o aprendemos. Poco a poco, sin prisa, pero tampoco sin pausa. Es algo mágico.
Y por mucho que le cueste siempre lo intenta. Se acaban cerrando tanto las heridas externas como las internas, aunque siempre es conveniente ayudarle en esa sin par batalla. 
Ayudarle no es nada difícil y lo menos que podemos hacer por él, aunque no nos lo exija, como si se tratara de tu mejor amigo. Respetando los descansos, preservándose en cuanto a esfuerzos, alimentándolo bien, tratándolo si hiciera falta con la ayuda de un profesional sanitario, pero sobre todo dejando que el tiempo se convierta en su mejor aliado.    
No siempre va a necesitar el mismo tiempo. Eso dependerá del alcance de la lesión. Pero a buen seguro que acabará venciendo a cualquier anomalía que se presente. 
Eso es algo que experimentamos muchas veces a lo largo de nuestra vida deportiva, pero siempre lo olvidamos. Lo olvidamos con mucha facilidad. La memoria que nosotros no poseemos la posee el organismo. Una especie de reloj interno ejerce un control exhaustivo sobre nuestras lesiones y sobre la recuperación. De ahí que en ocasiones volvamos a lesionarnos mil veces en la misma zona. Y eso es porque no lo hemos dejado recuperarse al cien por cien. La memoria del organismo es siempre infalible. Ojalá la nuestra también. 
Lo he experimentado a nivel personal infinidad de veces. Me he lesionado después de haber acabado pruebas duras, largas y complicados y en ese momento aciago no me he podido imaginar que estuve allí no mucho tiempo atrás. Pero tras un periodo corto de tiempo he vuelto a correr esas duras pruebas u otras más duras aún.  De nuevo he vuelto a lesionarme y de nuevo he vuelto. Es como una especie de espiral. 
Hace unos meses consideré seriamente que ya no podría correr más y ahora estoy planeando correr un maratón antes de acabe el año. Por eso me gustaría que esta entrada fuera un rayo de luz y esperanza para todos aquellos que están postrados. No dudéis que volveréis a los caminos.

28 abril 2014

LOS PARAÍSOS PERDIDOS


Con Mario, Paco, Paquillo y Francisco. Mucho 'pinero' junto.
Es probable que si no fuera por la importancia simbólica de la prueba que corrí el pasado domingo, no hubiera considerado escribir esta entrada. Pero tiene mucha importancia. Personal, claro.
Compruebo -porque así lo reflejo en la parte derecha de este blog- que la última vez que competí fue el día 10 de noviembre del año pasado, es decir, casi seis meses han transcurrido desde que pateé a buen ritmo los llanos de Antequera en esa fría mañana del segundo domingo de noviembre del año pasado. Se trataba de la última Media Maratón de la milenaria ciudad de los dolmenes y los molletes.
Desde entonces han pasado muchas cosas desde el punto de vista deportivo, casi todas negativas. En un mes, pasé de casi romper mi marca personal en la distancia a verme postrado por los incontables problemas musculares en ambos gemelos. Suspendí la última prueba de competición que quería hacer en 2013, que no era otra que la retomada Subida al Conjuro de Motril que tanta ilusión me hacía, y suspendí por completo los entrenamientos. No sabía qué diablos me pasaba. Probaba correr tras un par de semanas de descanso y volvía a caer con más estruendo si cabe en la misma lesión. La desesperación estaba ya rebosando.
Así que retomé la antigua idea de tratarme el problema vascular en ambas piernas. Consideré como una hipótesis que los diversos problemas vasculares se podían deber a ese problema. Total, me dije, si no puedo correr, ahora es el momento de actuar. De esa manera pasé por la consulta médica en la segunda semana de marzo y a los pocos días ya había sido intervenido.
Son esos días en los que ves muy lejanos los días de trono y gloria deportiva; aquellos en los que te podías plantear correr cualquier tipo de competición y entrenar bien siempre que te diera la gana. Lejanos pero no perdidos. Los paraísos perdidos siempre están a la vuelta de la esquina, me dije, aunque en ocasiones cueste verlos.
La recuperación fue otra travesía en el desierto, la cual ya no me inquietaba ni sorprendía. ¿Qué podía suponer un mes más o menos tras tantos postrado? Me ayudaba de la inestimable ayuda de la MBT, las largas caminatas y un fuerte optimismo y esperanza. Y así hasta ayer, en el que volví a retomar la competición. Por eso aludía al principio a la importancia simbólica de la prueba.
Una prueba que no tenía pensado correr, pero hablé con mi amigo Paco y entre su inactividad última y la mía -ambas por distintos motivos-, acabé animado a participar, inscribiéndonos in-extremis en una prueba que va a camino en convertirse en la más señera del atletismo local. Me refiero a la prueba del Padre Marcelino que ya ha entrado en su octava edición.
La idea no era competir, lógicamente. Ni tan siquiera conmigo mismo, que es como yo suelo competir siempre. La idea no era otra ver si se confirmaba la recuperación apuntada ya en los últimos entrenos, aguantar lo mejor posible el envite de los diez kilómetros por las calles más céntricas de Granada y al mismo tiempo retomar también esa idea antigua de correr juntos una prueba Paco y yo. 
Y casi lo conseguimos. O al menos, lo conseguimos hasta bien superada la mitad de la prueba. Paco percibió molestias en la pierna izquierda al paso por la mitad de la calle Recogidas, a falta de tres kilómetros y medio para acabar y a partir de ahí me sorprendí a mi mismo corriendo a ritmos similares a los que frecuentaba antes de la lesión y operación.
Si esos primeros seis kilómetros y medio fueron una delicia, corriendo y disfrutando de la compañía, del deporte, la buena mañana y la ciudad, los últimos tres y medio fueron un encuentro con las buenas sensaciones de antaño y con la esperanza de una mejoría anunciada.    

Con Paco, Francisco y Paquillo -hijo del primero-
Con Francisco y Paquillo en la línea de llegada.

UN NUEVO PROYECTO ARRIESGADO

  Tras acabar mis dos últimas novelas, Donde los hombres íntegros y Mi lugar en estos mundos , procesos ambos que me han llevado años, si en...