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12 enero 2009

LA TURBACIÓN DE X



En la anterior entrada dejamos a X en una situación muy embarazosa: se celebraba la boda del querido sobrino de Conchí y el quería debutar en competición el domingo por la mañana. La cuestión se tornaba complicada. Pero finalmente tomó una determinación.

La anterior entrega acababa así:


" X miró a su alrededor y no atisbó al frutero, muy amigo de la familia. Aquel individuo había sido, en opinión de Conchi, el que había creado todo el conflicto, una especie de alcahuete que había logrado que el correr sedujera a su X. Y para colmo su amigo frutero había tenido toda la sangre fría necesaria para no acudir a la boda, excusando cualquier cosa. Sabía que a estas horas ya se encontraba durmiendo, descansando para intentar mañana en la carrera de 13 kilómetros correr por debajo de los 4 minutos y 10 segundos el mil. Qué envidia. Tan evidente era la imagen de sus pensamientos en su rostro que Conchi soltó un fuerte suspiro y se levantó enfadada de la mesa, justo en el momento en el que Luís lo arrastraba literalmente a la barra, mientras comenzaba a tronar una abominable pachanga de canciones populares. La suerte ya estaba echada. Ahora ya daría igual que se quedara o que optara por marcharse. Así que, decididamente se marchó asumiendo todas las consecuencias. ¿Tan fuerte era su determinación?"


SContinuamos con una nueva historia de X denominada: La turbación de X, dentro de nuestro Proyecto Florens, que ya sabéis está hecho a cuatro manos, entre mi querido Alter y quien esto suscribe. Veamos.





X salió aturdido de la boda. Confundido, casi asustado. Pero la realidad es que no había marcha atrás. La suerte ya estaba echada y su determinación, sí, era muy determinante. Acostumbrado a no tomar decisiones importantes en su vida, aquella determinación le asustó y asistió a toda una procesión de hormigas sitiando su estómago a la vez que experimentaba una sensación de perder el sentido de la realidad. Sabía que toda su vida anterior podía hacerse añicos a partir de ese momento. Entonces fue cuando percibió una debilidad en sus piernas que casi le hace perder la verticalidad. Sin duda, era mucha su angustia y preocupación.

Miró su reloj y comprobó que aún no era tarde. Con suerte podría dormir todavía seis horas, no demasiadas, pero sí las suficientes para descansar o al menos no caer en la tentación de ingerir líquido alguno antes de la carrera. Ésta se celebraba a las diez de la mañana, pero su amigo el frutero le había insistido que tuviera el coche aparcado no más tarde de las nueve; que calentara con tranquilidad; que se cambiara de zapatillas, de pantalón, de camiseta; que recogiera el dorsal con tiempo, en fin, todos esos ritos iniciáticos que llevan a cabo los corredores como si de un ritual masónico se tratara.

Mientras atravesaba calles y plazas en dirección a su casa, comprobaba que la noche era fría y que la quietud en el pueblo era total. Pero sabía que esa quietud iba a ser efímera, que lo peor estaba por venir. No en vano había obrado de una manera extraña e incomprensible a juicio de los demás. Y sabía que tendría enfrente a Conchi, que no cedería ni un ápice en su postura contraria a que él se dedicara a correr. Incluso se encontraría con el probable desdén de Luís, su mejor amigo, pero éste, como suele ocurrir en las relaciones de amistad, sería mucho más condescendiente, porque en la amistad existe una menor dosis de egoísmo y una comprensión más sincera, sencillamente porque no habita en la relación el apasionamiento. Por su parte, encontraría diversos problemas con familia propia y política, además del enorme disgusto del sobrino predilecto de su esposa, del cual ni siquiera se despidió, algo que seguramente no perdonaría ningún miembro del clan. Con toda esa onerosidad encima no estaba seguro que pudiera pegar ojo. Sinceramente, tenía miedo y se encontraba angustiado. Presa de sus incisivos pensamientos anduvo mecánicamente por buena parte del pueblo. Reparó que no se estaba dirigiendo linealmente hacia su domicilio, pero la noche era clara y la luna parecía confraternizar con su desazón. Andando aturdido, de manera improvisada, fue como comprobó de pronto que se encontraba al borde del camino por el que realizaba sus entrenamientos casi a diario y le impresionó que la luna llena en ese momento alumbrara generosamente. Mientras tanto, las acequias animadas por la luz clara lunera brillaban como bandejas de plata y los árboles que presidían los márgenes del suave camino adquirían una forma misteriosa, pero al mismo tiempo familiar. Probablemente X estaba perdiendo el juicio, pero se aflojó la corbata y comenzó a trotar. Inmediatamente sus ojos comenzaron a humedecerse, pero no sabía si esas lágrimas eran del rocío de la noche o de felicidad. Era algo que en absoluto le importaba en ese momento, ya que tan sólo sabía que se sentía inmensamente feliz trotando en la soledad de la noche, por su camino predilecto de entrenamiento y observando al fondo la silueta de su pueblo. Admitió que a medida que se acercara a esa silueta sus problemas irían en aumento, que la incomprensión por parte de sus seres queridos sería irrebatible, pero a aquella hora, en la soledad de la noche, en mitad del campo, trotando y teniendo como acompañantes la luna, las acequias, el camino y los árboles había descubierto por primera vez en su vida lo que era la verdadera felicidad. Entonces fue cuando descubrió que la humedad de sus ojos no era atribuible en absoluto al frío.

No conocía el devenir del día siguiente, ni del siguiente al siguiente, ni de los días venideros, pero en aquel momento nada le importaba. Sólo quería disfrutar aquel instante que no quería cambiar por nada del mundo.

Excitado, animoso, renovado, se fue a dormir. Esa noche soñó que corría por el filo de la luna llena y su sueño fue más reparador que nunca.

Cuando despertó, el cielo apenas emitía una tenue luz y comprobó que su lado derecho de la cama no estaba desechó. Supuso que la boda se había alargado o, tal vez, su esposa, afectada por su plantón la noche anterior había optado por dormir en casa de alguna amiga o tal vez en la de sus padres. No le dio mayor importancia a este hecho.

Advertía que se encontraba descansado y optimista. Se dirigió a la nevera e ingirió un buen trago de zumo de naranja e inmediatamente activó la cafetera de café expreso, al tiempo que cortaba dos rebanadas de pan para tostarlo. Mientras tanto se dispuso a buscar la equipación con la que correría su primera carrera de competición.

En realidad no sabía bien que ponerse. El frutero le había aconsejado que comprara un pantalón de competición y una camiseta de tirantes, propia para carreras y así lo hizo, pero no estaba muy seguro que le favoreciera esa equipación. Sinceramente, no se veía con ella. El pantalón le parecía ridículamente corto, evidenciando sus aún pocos afilados isquiotibiales y la camiseta le magnificaba en exceso el pectoral, todavía no adaptado a la linealidad que otorga el correr intenso, así que desistió de esta equipación técnica, la cual probablemente iría mejor cuando contara con algo menos de peso. Así que optó por enfundarse una pantaloneta Adidas y una camiseta técnica Mizuno que había comprado unos días antes para entrenar.

Así que tomado el café, la tostada con aceite y miel y preparada la bolsa se dispuso a buscar el coche y dirigirse al lugar de la carrera, un pueblo cercano que siempre había destacado en cuanto a instalaciones deportivas de entre los pueblos de la zona.

No podía evitar sentirse nervioso y excitado, pero al mismo tiempo repleto de ilusión, y con esos sentimientos encontrados dejó atrás su calle para adentrarse en la larga avenida que le sacaría del barrio. No obstante, en la esquina de la avenida comprobó de súbito que su corazón casi se dispara al encontrarse casi de frente con un numeroso grupo de personas que zigzagueantes ya subían a la acera ya bajaban a la calzada, mientras despedían estridentes risas y gritos. Su primera intención fue frenar y dar la vuelta, pero ya era demasiado tarde. Los trasnochados ojos de esas personas –un grupo de cinco- se posaron en los suyos y no pudo evitar sostener la mirada de Conchi y Luís, que despedían inhóspitos aires de desaprobación. Unos días antes, en el encuentro que tuvo con los asistentes a la despedida de soltero había tenido más suerte, pero en esta ocasión no pudo evitar el contacto. No mediaron palabra. Conchi y Luís bajaron la cabeza, gesto este que bien podría significar ignorancia o desden, que a fin de cuentas son igual de letales. Pero fueron estas circunstancias las que confirieron más fuerza a X: ¿Por qué unas personas que vienen de madrugada de una boda, probablemente pedos perdidos han de reprobar a una persona que madruga para ir a correr? Por tanto, haciéndose esta determinante pregunta ya podía emitir su veredicto: lucharía por llevar a cabo su firme determinación. Costara lo que costara.

UN NUEVO PROYECTO ARRIESGADO

  Tras acabar mis dos últimas novelas, Donde los hombres íntegros y Mi lugar en estos mundos , procesos ambos que me han llevado años, si en...