20 abril 2010

CALOR Y CAFÉ O EL CONCEPTO DE LA SOLIDARIDAD





Un agrio asunto planea sobre mi barrio. Un barrio de esos de nueva factura, repleto de urbanizaciones modernas y pistas de pádel. Lo suficientemente alejado del centro de la ciudad como para no participar de ese caos urbano, pero al mismo tiempo lo suficientemente cerca como para poder tener la sensación de vivir junto al centro neurálgico.
Un barrio de avenidas amplias y mucha posibilidad de completarse con equipamiento deportivo, educativo y social. De ahí que haya sido elegido por el Ayuntamiento de la ciudad para hincar sus fauces en él y alejar del centro asuntos indeseables.
Y es ahí donde estriba ese asunto agrio al que me refería.
La nueva normativa urbanística prevé que en cada nuevo plan parcial urbano se reserve determinado terreno, entre otras cosas, para instalaciones de tipo social. De hecho, los ayuntamientos han visto en estas medidas una magnífica oportunidad de desviar sus políticas públicas sociales hacia organizaciones de todo tipo, sin apenas control. Muchas de éstas están en casi todos los barrios de Granada y son claramente aceptadas por los vecinos: asociaciones favorecedoras del Síndrome de Down, asociaciones favorecedoras de la tercera edad, de niños autistas, de mujeres maltratadas, de onegés favorecedoras del tercer mundo...La mayoría de las asociaciones, onegés, colectivos u otros colectivos humanitarios ocupan y se dedican al espacio social en el que los ayuntamientos no pueden o no quieren invertir. Y la futura instalación de una asociación autodenominada humanitaria es ese asunto que ha puesto al barrio en pie de guerra, ya que uno de esos solares ha sido cedido a una onegé denominada "Calor y café", dedicada -según dicen ellos mismos- a dar cobijo a personas sin techo. Una asociación que ahora cumple su cometido en el centro de la ciudad y, al parecer, nadie quiere tenerla como vecina. Y menos que nadie el propio Ayuntamiento de Granada.
Han intentado cederle solares con anterioridad en dos barrios similares a éste, pero los vecinos, también en pie de guerra han conseguido que el consistorio desista. Ahora han probado en un tercero y, al parecer, lo han conseguido ante la ausencia de información directa a los vecinos.
Dicho esto, podríamos ya tener material suficiente para hablar de la tan prostituida palabra que de forma irreflexiva en la mayoría de las ocasiones se encuentra en la mente de todos: solidaridad. O bien su versión negada: insolidaridad. Por tanto, podría ser ahora un buen momento para redefinir ese concepto tan traído y tan llevado.
Se sabe por documentos gráficos que un importante número de usuarios de los servicios que ofrece esta onegé -Calor y café- juegan a los dados con su vida y la de los demás. Es frecuente verles por el centro de la ciudad con sus escasas pertenencias, desaliñados, sucios, beodos o bajo los efectos de alguna droga deambulando de un lugar a otro. Normalmente tras su rastro van uno o varios perros. Se les ha visto pelearse a cuchillo entre ellos. Se les ha visto amenazar a transeúntes. Se les ha visto defecar en plena calle. Se les ha visto en situaciones poco decorosas e insalubres. En definitiva, se les ha visto mostrando ante el ciudadano su evidente anormalidad humana. Usuarios que hacen un flaco favor a otros que buscan lo necesario para vivir: algo de comida y un techo.
En frente de ellos, el ciudadano que, por lo general, intenta comprender que ha de convivir con una sociedad imperfecta, sabedor que nada de lo que le rodea es equiparable al paraíso. Un ciudadano que paga impuestos y se traga marrones de vulgares políticos y pícaros burócratas. Un ciudadano que tiene prohibido pronunciar un término: insolidaridad.
Por su parte, habiendo tenido este asunto mucha repercusión mediática en la ciudad, la progresía que escribe o habla en los medios de comunicación -quién iba a dudar de ello- ha usado el látigo contra los vecinos de este barrio. Han dicho que esos vecinos son insolidarios, que mucha solidaridad de boquilla pero que nadie quiere a este gente cerca de su casa, que si fachas, que si egoístas. Y, claro, esa progresía jamás ha pronunciado la verdadera frase que les consagre como verdaderos solidarios: tráigamenlos a mi barrio. Opinan casi siempre sin documentarse y quedan como dios ante sus lectores o antes sus oyentes. Pero hablan para la galería y se exhiben sin pudor.
Mientras tanto esos vecinos siguen su lucha y ofrecen razones objetivas para hacer ver a las autoridades que el ayuntamiento con su decisión está introduciendo en sus vidas un elemento inquietante: personas que por sus condiciones psíquicas o relacionadas con el consumo de drogas no son dueñas de sí mismas. De esa manera esos vecinos ponen sobre la mesa con valentía y sin máscaras una nueva redefinición del concepto solidaridad negando que ésta consista en poner en peligro su propia existencia o acarrear con aquello que los poderes públicos reniegan.
Estamos en un país fariseo e hipócrita. Un país en el que es más importante la acción de aparentar que la de ser; un país en el que la progresía y lo políticamente correcto acuña términos que ser convierten en verdaderos arietes de dictaduras basadas en el pensamiento único; un país que ha asumido sin rechistar lo que los poderes ideológicos han querido que asuma; un país que ha hecho de sus ciudadanos depositarios de sus peligros y miserias; un país que denomina insolidario a quien tan sólo pretende defender su existencia y su vida.
Y si un país se ha formado con esos materiales, ya nadie podrá escapar ante tanta estulticia.

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