23 marzo 2010

ARTÍCULO IDEAL (23/3/2010)


En periodos de crisis como el actual los empleados públicos están de moda a su pesar. Se convierten en objeto de deseo y odio al mismo tiempo. Por lo que parece unánime la idea que metiendo en vereda a este colectivo la crisis se arregla. Es decir, menos empleados públicos menos gasto público. Solucionado. Es algo que parece estar en el subconsciente colectivo. Y si no lo está ya se las arreglan políticos y tertulianos sesudos para que esté.

Sin embargo -aunque englobado en el colectivo estoy- no seré yo el defensor a ultranza de todo ese amplio contingente porque es inmenso, variado, complejo, contradictorio y hasta indefendible en determinados casos (¿la autocrítica es políticamente correcta?). Es decir, que el corporativismo no está inscrito en los genes de este colectivo global, aunque sí existe en determinados cuerpos y grupos.

Pero resulta que, además, en nuestro país la diversidad administrativa dimanante de las tres administraciones territoriales e institucionales que penden de éstas hace aún más compleja la relación laboral de esos más de tres millones de empleados que prestan sus servicios profesionales en las distintas administraciones públicas, y que el concepto genérico funcionario ya resulta demasiado corto para nombrar a los cuatro tipos de empleados públicos: funcionarios de carrera, funcionarios interinos, personal laboral –ya sea fijo, por tiempo indefinido o temporal- y personal eventual, que son las denominaciones jurídicas que utiliza el nuevo Estatuto Básico del Empleado Público promulgado en 2007.

Esa complejidad, además, se ve reforzada por el excesivo volumen de precariedad existente protagonizada por interinidades –algunas de ellas perpetuas como las nieves del Kilimanjaro-, y la cada vez más preocupante existencia de personal eventual, cuyos titulares no tienen ninguna relación permanente con las distintas administraciones públicas en las que prestan sus servicios sino que dependen del cargo que les nombra basándose en una relación de confianza o asesoramiento especial y que es el tipo más venerado por los políticos, por manipulable, por intercambiable.

Pero por si el atento lector no lo sabe, hay que decir que la mayoría de los empleados públicos es de clase plebeya. Una ingente paria pública que no suele ver muchos dígitos a final de mes. Se trata de gente que, por su estabilidad retributiva, son apreciados sobremanera por las distintas haciendas públicas, bancos y aseguradoras, pero no tanto por sus empleadores.

Es más, por si tampoco se sabe, la clase política nada tiene que ver con la funcionarial, en sentido genérico, aunque sí existe una inconfesable clase funcionarial política. O viceversa.

No sabemos con exactitud por qué será, pero cuando se habla de empleado público (funcionario en vox populi) en el ideario común se piensa inmediatamente en un chupatintas, cómodamente sentado en una mesa y disponiendo de mucho tiempo libre, que es una imagen muy retratada desde aquellos artículos costumbristas de Mariano José de Larra y actualmente en las viñetas del genial Forges y que es algo muy alejado de la realidad actual, porque es empleado público el juez y lo es el barrendero de su pueblo, el general del Yak-42 y el ordenanza que renueva el agua de los oradores parlamentarios, que en más ocasiones de las necesarias no la necesitan. Y, claro, la complejidad viene dada por la dificultad de meter en un mismo saco a tan dispares colectivos.

En definitiva que falta información y la poca que hay está más en la órbita de la contaminación que de la información misma. Una contaminación que a la clase política le ha venido siempre muy bien si no es que ha sido propiciada por ella misma desde el día en el que decidió que la Administración Pública –con mayúsculas, como concepto- debía de estar al servicio del poder político y no al contrario. Desde ese día se fue difuminando esa línea funcionarial para convertirse en uno de los más útiles instrumentos de esa clase política provocando que el Estado de Derecho, que consagra con letras de oro nuestra Constitución, en más ocasiones de las aconsejadas deje de ser creíble ante la alta politización de la Administración, que también está ya contaminando al Poder Judicial.

Se tuvo la posibilidad de construir a principios de los ochenta -recién promulgada la Constitución de 1978- una Administración moderna y profesional, pero inmediatamente la clase política olisqueó la magnífica oportunidad que se le presentaba de utilizarla y adaptarla a sus intereses. Y con el paso de los años esa politización ha ido a más y pocos puestos públicos de importancia escapan hoy al control político y los que escapan lo hacen porque no tienen importancia.

Pero es que además, la irrupción de las denominadas genéricamente empresas públicas está creando una Administración paralela mucho menos garantista y mucho menos controlable en el ámbito presupuestario y que está sirviendo en muchos casos de cementerio de elefantes de políticos venidos a menos o sin oficio conocido más allá de la política, al tiempo que en la mayoría de las ocasiones se usurpan las funciones que deberían ser asumidas por los empleados públicos permanentes (de hecho, la mayoría de ese personal que trabaja en esas empresas públicas, por lo general, es personal contratado, ajeno a esa tipología de empleados públicos antes referida). Y, claro, ante este panorama difícilmente se puede montar una Administración profesional y creíble.

Por otro lado, nadie ignora que las distintas administraciones públicas necesitan cierta ordenación de los recursos humanos que evite esa surrealista desigualdad de tareas existente, pero para llevarla a cabo los distintos gobiernos que dirigen las distintas administraciones públicas tienen que, primero: tener voluntad política de construir una Administración moderna y eficaz y adaptarla a los nuevos tiempos; segundo: no rasgarse las vestiduras por la necesaria eliminación de altos cargos que esa ordenación conllevaría; tercero: despolitizar definitivamente la Administración Pública para que ésta sea más profesional e independiente del poder político.

Y mucho me temo que pedir que se lleven a cabo esas reformas en España, quizá, sea una petición utópica.

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